Oír

Estaba sentada en el sillón de mi casa, mirando por la ventana. Era un día despejado, con algunas nubes grandes que brillaban gracias al sol que se reflejaba en ellas. Fue ahí que cerré los ojos, casi instintivamente, para descansar la vista. En ese momento, sentí algo distinto. Comencé a escuchar el canto de los pájaros, el sonido del viento, la bocina del tren, la risa de dos personas que justo pasaban... Comencé a oír. Como si mis oídos hubiesen sido destapados por primera vez en ese momento. Ahí tuve revelación de lo que estaba sucediendo. 

Estamos tan acostumbrados a vivir con los cinco sentidos abiertos, que no reparamos en lo que realmente son y producen en nosotros. No nos damos cuenta de que los usamos, y nos perdemos del disfrute de las puertas que se nos abren al mundo exterior a través de ellos. 

Con el Señor pasa lo mismo muchas veces. Al acostumbrarnos a vivir en Cristo, a conocer a Cristo, a tener hermanos en Cristo, estar rodeados por cosas y lugares relacionados con Dios, nos olvidamos de disfrutar de la frescura que el vivir para Cristo trae. Nos olvidamos de estar perceptivos a lo que El quiere hacer, decirnos, o que hagamos... 

Ese día donde mi sentido auditivo pareció hacerme notar los pequeños pero sorprendentes detalles a los que me había acostumbrado, decidí también abrirme a lo sencillo de Dios, a eso que me estoy perdiendo por haberme acostumbrado a vivir con El. 

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